El extremismo, tintado de nacionalismo y xenofobia, ha dejado de ser tabú y políticos respetables se acercan a él.
RICARDO MARTÍNEZ DE RITUERTO - Bruselas - 25/07/2011
A Siv Jensen, la incendiaria líder del Partido del Progreso noruego, se le mojó la pólvora al saber que Anders Behring Breivik, el asesino de Oslo, había militado durante años en sus filas. "Duele saberlo", comentó cuando le dieron la noticia. "Lo que ha ocurrido es una terrible tragedia y lo importante es que los noruegos estemos juntos". Jensen se encuentra ahora en el centro del escenario, bajo unos focos que la muestran en nutrida compañía de líderes y partidos extremistas europeos, que cazan a placer votos de un electorado a la defensiva por la crisis económica y defraudado por una Unión Europea que no solo no resuelve sus problemas sino que sacrifica en el altar de la globalización puestos de trabajo cada vez más escasos. El extremismo político, tintado de nacionalismo y xenofobia, ha dejado de ser tabú cuando políticos tan respetables como Nicolas Sarkozy, Angela Merkel o David Cameron juegan con la idea de que "el multiculturalismo ha fracasado completamente", como mantiene la canciller alemana. Políticos clásicos y radicales pugnan por ese electorado como en una subasta, lo que permite a los analistas aventurar que las ideas extremas modelarán el debate político en Europa.
Además de pedir unidad, Jensen dice estar muy de acuerdo con el primer ministro socialdemócrata, Jens Stoltenberg, en que "lo que necesitamos ahora es más democracia". No explica lo que eso supone ni si teme que la furia asesina de su antiguo correligionario vaya a dañar la fuerza de un partido xenófobo y ultranacionalista que hace casi dos años ella convirtió en la segunda fuerza política nacional, apoyada por el 23% de los noruegos.
El Partido del Progreso es el alumno aventajado de una ideología y un programa muy bien representados en los países nórdicos, antaño tenidos por la encarnación de lo liberal y la tolerancia y donde hoy crece el número de quienes se sienten arrollados por gentes venidas de fuera y de lejos con culturas extrañas y religiones inflexibles. El último en sumarse a esa familia en expansión de los ultranacionalistas ha sido el partido de los Auténticos Finlandeses, encabezado por el pulido Timo Soini con un programa hostil a la UE y contrario a transigir con los derrochadores países del sur, aunque al final haya aceptado que el Gobierno finlandés sea solidario con el plan para rescatar a Grecia y estabilizar las finanzas de la Unión.
Los Demócratas de Suecia también hicieron el año pasado buen papel en las urnas aupados a una plataforma antiinmigración, por más que sigan en el gueto político, al contrario de lo que ocurre con su equivalente en la vecina Dinamarca, el Partido Popular Danés, sostén parlamentario del Gobierno conservador desde 2001. Para su líder, Pia Kjaersgaard, el peligro viene de la todavía tolerante Suecia. "Si quieren convertir Estocolmo, Gotemburgo o Malmö en unos Beirut escandinavos con guerras de clanes, asesinatos por honor y violaciones por bandas, que lo hagan", advirtió Kjaersgaard. "Nosotros siempre podemos poner una barrera en el puente de Oresund". Dicho y hecho. El Gobierno danés ha lanzado un órdago a la UE al imponer de nuevo controles en las fronteras, una congelación de la libertad de circulación que consagra Schengen, sobre cuya legalidad tiene graves dudas Bruselas.
En Austria, en Hungría, en los Países Bajos (con la figura estelar de Geert Wilders, el ídolo antiislámico de Breivik), en Italia, en Suiza o en el Reino Unido la derecha nacionalista y xenófoba tiene ahora unos resultados que convierten a muchos de estos partidos en fuerzas con gran capacidad de influir en las políticas, en ocasiones desde el propio Gobierno, como la Liga Norte en Italia.
Shada Islam, politóloga asociada al European Policy Center, un centro de estudios de Bruselas, cree que "debido a la crisis y a la falta de puestos de trabajo los políticos juegan con las emociones para ganar votos y para ello buscan chivos expiatorios". Lo dijo claramente el holandés Wilders: "La inmigración tiene un enorme impacto económico. Creemos que cortar la inmigración por razones económicas debería ser parte de la campaña. Millones de holandeses creen que inmigración y economía tienen mucho que ver". Con ideas como esas convirtió hace un año a su Partido de la Libertad en la tercera fuerza política holandesa.
Estas doctrinas y programas se someterán por todo lo grande al veredicto de las urnas en la elecciones presidenciales francesas del próximo mes de mayo, en las que Marine Le Pen está llamada a jugar un papel crucial, según los sondeos: "Izquierda y derecha ya no significan nada; tanto izquierda como derecha están por la UE, el euro, el libre comercio y la inmigración. La verdadera fractura está ahora entre quienes apoyan la globalización y los nacionalistas", replicaba en un reciente debate en París a Charles Grant, director del Center for European Reform (CER), un instituto de análisis político de Londres.
Grant refiere la experiencia de su encuentro con Le Pen en un informe que publicó la semana pasada, donde da cuenta de cómo la nueva líder del Frente Nacional está distanciándose de la extrema derecha, ha abandonado el racismo y la islamofobia de su padre, y se presenta como una fuerza nacionalista con supuestos de política económica propios de la vieja izquierda.
"Creo que Le Pen tiene razón cuando dice que la fractura política en Europa está entre nacionalistas y globalizadores", escribe Grant, quien no cree que los problemas tengan las soluciones (abandonar el euro, la UE y la OTAN) que ella propugna. Sus ideas "pueden ser extremas, pero dado el desastre en que está inmersa Europa, no le costarán votos entre quienes quieren dar una patada a las élites de París y Bruselas por su (aparente) presunción, soberbia e incompetencia".
"Aunque no llegue a ganar, ella -como sus equivalentes en Austria, Dinamarca, Finlandia, Países Bajos y Suecia- está modelando el debate político en su país", concluye el politólogo británico.
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